Antichrist (Lars Von Trier)
Para ayudar a su mujer a superar la muerte accidental de su hijo, su marido, psicólogo, decide llevarla a una cabaña perdida en medio de un bosque, el lugar donde ella pasó el último verano con su pequeño. Pero la terapia no parece funcionar, ella comienza a comportarse de modo extraño, y la naturaleza también.
"Un lugar donde quedarse" es la historia de una joven pareja que va a tener su primer hijo, y que se dedica a recorrer los Estados Unidos en busca del mejor lugar para comenzar asentarse y comenzar como familia. Cuando Burt (John Krasinski) y Verona (Maya Rudolph) descubren que están a punto de tener un niño, sufren una crisis de pánico. No soportan el pueblo donde viven, y ahora que los padres de Burt se mudan de allí, pierden el sistema de apoyo con el que contaban. Ambos deciden entonces emprender un viaje en busca del sitio ideal para echar raíces y criar un niño. De paso, visitan a una serie de parientes y amigos. Algunos son absolutos excéntricos, otros son conmovedores, pero todos ayudarán a Burt y a Verona a encontrar su destino. Acabarán por descubrir que para crear un hogar, sólo se necesitan el uno al otro.
Eden á l'Ouest (Constantin Costa-Gavras)
¿Qué es una imagen? Esta pregunta de orden ontológico, quizás excesivamente epistemológica, pues implica pensar un criterio de demarcación entre el conjunto digital plural circulante de imágenes y eso que llamamos imagen cinematográfica, excede las cavilaciones íntimas de Alain Cavalier en su última película Irène, aunque no deja de ser una prueba de que la puesta en escena define la esencia de una imagen. En efecto, este monólogo filosófico y elegíaco sobre el
amor y una mujer llamada Irène, del casi octogenario Alain Cavalier, lleva a pensar sobre la naturaleza de la imagen. Cavalier, aun cuando está trabajando con una cámara de video digital, consigue que una imagen esté inscripta en una naturaleza visual que se ve como cine. Pasa lo mismo con Kiarostami, Varda y Marker y sus películas en video. Más todavía: el procedimiento
de registro de Cavalier es el mismo que puede intentar realizar un padre de familia filmando a sus hijos y hablando obre ellos mientras los captura con su lente. Ése es el misterio de Irène: ser cine en condiciones de producción “amateur”. A sus 78 años y tras la muerte de su madre, Cavalier se reencuentra con unos diarios de la década del 70. Esto lo remite a un viejo amor, que perdió la vida en un trágico accidente en 1972. Lógicamente, su nombre es el de la película. El otro amor de Cavalier es platónico: le profesa su adoración una y otra vez, aunque jamás
la ha conocido, a la actriz Sophie Marceau. El film de Cavalier parece una carta de amor dispersa y un cuaderno filosófico en la tradición de las Confesiones de Jean-Jacques Rousseau. Es que no se trata de una filosofía sistemática, o un tratado al estilo de Godard y su Historia(s) del cine. Cavalier parece uno de esos filósofos que simplemente transcribe lo que le dictan
sus sensaciones, aquí dispuestas en función de significar viejos lugares revisitados, fotografías, un diario. La voz en off y el registro van de la mano. Hay una coordinación prodigiosa entre ojo y cerebro, entre registro y recuerdo, entre voz e imagen, entre discurso y plano. Irène es una película sobre la intimidad, expuesta y examinada de un modo que conjura el exhibicionismo y
el narcisismo: Irène no es el retrato de un Yo que incita al espectador a creer que el mundo de aquél es el mundo (y a venerarlo). Y tiene, además, un cuerpo que se filma y se infiltra, no sólo la voz o el reflejo en el espejo de Cavalier filmándose; las piernas que se hinchan o los moretones después de una caída en un subte son parte esencial del film. Como Varda lo hacía en Los espigadores y la espigadora, Cavalier también descubre sobre la marcha del rodaje el tiempo sedimentando en su organismo, el desgaste, el agotamiento ontológico: existir, objetivamente, cansa. Lo que no tiene tiempo es la validez de su meditación filosófica y cinematográfica. Irène podrá verse en dos meses, en un año o en un siglo. Filmar el tiempo, la memoria y la contingencia del Yo prevalece sobre los dictámenes de la moda y los cambiantes códigos del entretenimiento. Roger Koza
comenta sus más ambiciosas Shara y El secreto del bosque. La directora suele alternar largometrajes de ficción con obras más breves, documentales, cercanas
en esencia a la idea de diario personal en formato audiovisual, pero incluso en sus relatos ficcionales la realidad tiende a filtrarse en cada plano. Nanayo no es la excepción, con su obsesión por las miradas, los cuerpos, la naturaleza y sus múltiples interacciones, como si en cada ínfimo gesto y movimiento, en cada gota de lluvia golpeando la tierra pudiera hallarse alguna verdad escurridiza, un destello de certeza avizorado pero inasible. Nunca conoceremos las razones por las cuales Saiko está en Tailandia, pero la notamos un tanto perdida, como si su travesía tuviera escasa planificación. Un viaje en taxi hacia algún hotel que la resguarde del mundo termina en confusión –la primera en una serie de cosas perdidas en la traducción–, violencia inútil y el descubrimiento de un vergel en medio del bosque, una casa familiar cercana al templo del pueblo. En ese lugar habita una mujer tailandesa, masajista de profesión, y su pequeño hijo, quien parece tener reservado un futuro de introspección religiosa. También ha ido a parar allí un francés que anda en busca de algo de paz (Grégoire Colin, rostro familiar en los films de Claire Denis), aunque quizás sea más preciso decir que terminó siendo atraído hacia el sitio, que parece
funcionar como una suerte de magneto emocional. La película no abandonará la casa del bosque y aledaños sino ocasionalmente, cuando el particular quinteto que termina conformándose (el taxista se suma al grupo) decida recorrer las calles y locales cercanos. Todo esto es suficiente para que Kawase ponga en pantalla otra de sus reflexiones sobre el deseo, el dolor, la pérdida
y la esperanza. Más que avanzar, la historia de Nanayo fluye plácidamente en sus precisos 90 minutos, poblada de encuentros y desencuentros culturales y lingüísticos, recuerdos de pérdidas y desapariciones, ansias nunca consumadas. Es precisamente una desaparición –la única que transcurre en tiempo presente– el disparador del caos dentro de un cosmos que se anticipaba
frágil. Kawase parece decir que el desequilibrio es la norma y la armonía apenas un ideal. Una ilusión que ocasionalmente, tan fugaz como un relámpago que atraviesa el cielo, parece poder alcanzarse. Hay algo de quimérico en ese lugar en el mundo que retrata Kawase, un paraíso de fantasía que sólo puede ser real gracias a cierta disposición del espíritu o a la subjetividad más transitoria. Kawase sigue detrás de una caza imposible: la búsqueda de la belleza. Diego Brodersen
Taking Woodstock (Ang Lee)
Yuki & Nina (Nobuhiro Suwa)
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